viernes, 8 de noviembre de 2013

Cuento Colectivo

Creo que el señor que viene sentado frente a mí, trata de decirme algo. Veo como mueve sus labios y y me mira fijamente.  ¿Por qué me señala? Parece que me está molestando, lleva haciéndolo fácilmente desde hace unos diez minutos. A estas alturas del trayecto cualquier imbécil ya se habría percatado que soy sordo. Trato de articular ciertas palabras, pero  nunca lo he logrado, desde que era pequeño y tuve el accidente, jamás pude volver a hablar. Dicen mis padres que de un día para otro se me fue la capacidad del habla. Cómo por arte de magia, como si en la explosión del cuhete no solo hubieran estallado mis tímpanos, también lo hicieron mis otros sentidos. Termine en  shock, por poco en coma. Para un joven de catorce años que se sentía entrar al éxtasis de la adolescencia un suceso de ésta magnitud no es algo simple. Creo que para todas las personas sería algo traumático. El señor de enfrente parece que me está mentando la madre. Al principio le sonreí y trate de ser amable hasta donde mis sentidos lo permiten, sin embargo, ahora comienzo a desesperarme. 
-          ¿Qua m vs, puto?- apenas puedo decir unas cuantos insultos.
Le hago señas y trato de explicar que no escucho, pero parece que es un poco lento y no comprende del todo mi acción, pero ahí está, mirándome fijamente. Ha dejado de moverse y su expresión se mantiene tensa, parece que su mirada quiere excavar mi cabeza. Lo bueno es que solo faltan tres estaciones para la terminal de autobuses. Cada que voy a abandonar la ciudad, siempre me suceden cosas extrañas. La culpa es de mi novia. Porque aunque no lo crean, así, sordo y casi mudo, tengo una mujer que me espera en  lecho, caliente, jamás tibia, ni la cama ni ella. Curiosamente a ella la conocí en una situación similar a la que me encuentro.  Iba con rumbo a bellas artes desde el metro universidad, no es una gran distancia, pero en ese pequeño trayecto el amor me encontró. Ella vendía discos de banda y a veces de trova, era la mujer más sexy de la línea verde y para mi buena suerte, ese mismo día su nuevo territorio de venta seria la línea azul. Qué contento me puse cuando cruzamos por primera vez las miradas.  Fue un instante relámpago que pudo haber durado una eternidad. Así me hizo sentir. La curva de sus labios dónde ahora puedo bailar, sus cabellos dorados que deslumbran inclusive al sol, el vestido de colores que es su favorito,  su piel morena que parece de chocolate, me conquisto a primera vista. Yo la conquiste a primera vista. Nuestra historia parece de novela semanal. Así como si yo fuera el  ejecutivo fuerte, valeroso e inteligente que conquista mujeres solo con una mirada. Ella cayó a mis pies, así, al mismo tiempo en que yo lo hice. La historia es larga, muy larga. Ahora vive en Tamaulipas con unos primos suyos que se dedican a pasar gente al otro lado por una módica cantidad. Creo que son los únicos polleros de la zona, así que están bien colocados y tienen influencias importantes. No me gusta comentar que son delincuentes, porque a mi parecer, no lo son. Al contrario, ayudan a subir  un escalón a las personas en su búsqueda del sueño americano.
Espera un momento, creo que ahora sé porque el señor bigotudo que viene sentado frente a mí, hacia hasta lo imposible porque lo comprendiera. Sí, es el padrino del sobrino del primo de mi novia. Con razón. 
-          ¡Cmpdre!- le digo
-          ¿Ramón, cómo te va? ¿Vas a ver a Lucia?- ahora con una claridad impresionante alcanzo a leer sus labios.
Trato de comunicarme por medio de señas; a estas alturas de la vida, la familia de Lucia debe comprender un poco mi lenguaje.
-          Aquí  bajamos Ruben- todo lo digo usando mis manos
-          No te entiendo ni madres compadre, pero aquí bajamos.
Cargo mi maleta y camino a su lado. Salimos del metro, entramos a la terminal de autobuses.
         
No sé cuánto tiempo llevo dormido en el autobús, el camión tiene cierto aroma y movimiento que consigue que me duerma antes de entrar a la fase crítica del mareo. Desperté y vi una de esas películas viejas de “Cantinflas”. Siempre me ha parecido un personaje bastante estúpido, incluso desde niño. Me pregunto si solo era así en televisión. Logro leer algunas palabras sueltas, pero no las suficientes como para hilvanar el trama de la conversación, me aburro y desisto de mi cometido. Volteo a todos lados como si algo se me hubiera perdido y recuerdo que cuando subí al camión iba acompañado de Rubén al cual no podía ver en los asientos posteriores. No preste más atención al asunto, rápidamente me perdí en un pañuelo color rojo que portaba una señora en uno de sus bolsillos y que probablemente lo usaba para limpiarse el sudor de esa frente sebosa.
Tuve que ir al baño, trato de no hacerlo al menos que sea una emergencia, y esta vez lo era. Tuve que abrirme paso en medio de señoras gordas acompañadas de esos niños de piel correosa que optan por estar parados voluntariamente debido a que no pueden pagar un pasaje completo y el chofer los sube en la gasolinera contigua a la terminal. El olor era insoportable, no sabía que era peor, si estar dentro o fuera del baño. En eso el autobús se detuvo, lo que consiguió que mojara la parte derecha de mi pantalón. Trate de secarme pero era imposible, a leguas podía verse la mancha de pipí desde la rodilla hasta mi entrepierna. No sé cuánto tiempo estuve en el baño intentando secar eso, ya era suficiente la burla por mi manera de hablar como para darle más motivos a la sociedad.
Al salir de ahí me percate que en todo el tiempo que estuve dentro el camión no había vuelto a avanzar, y ningún pasajero estaba en su asiento, primero pensé que quizá se bajarían por provisiones, pero después pude observar por una de las ventanas como un grupo de encapuchados tenía a todos los pasajeros boca abajo sobre la arena caliente, no pude quedarme mucho tiempo observando por temor a que regresaran a buscarme, así que decidí volver al baño, antes de irme pude ver como Rubén era golpeado brutalmente por tres de los encapuchados. La incertidumbre, la espera de ser encontrado era peor que la de cualquiera, todos podían saber si el enemigo estaba cerca, menos yo que estaba sordo, no tenía ni una señal de peligro y eso me asustaba más. Trate de tranquilizarme, no sé en qué momento me quede dormido. Al despertar la mancha en mis pantalones estaba casi desvanecida, salí del baño y pude observar que todos los pasajeros estaban de nuevo en su asiento, con la cabeza echada atrás como si estuvieran dormidos. La televisión ya no producía nada, seguramente la película había terminado hace muchas horas. Al primero que vi sentado fue a Rubén, naturalmente me acerque para hablar con él y saber que era lo que había pasado. Puedo olvidar muchas cosas a lo largo de mi vida, pero jamás olvidare la expresión en su rostro lívido, y el punto rojo en su frente muerta, ocasionado por una bala de pistola. Al verlo mi reacción natural fue dar un brinco hacía atrás y chocar con el otro pasajero con el mismo punto, entre ceja y ceja, no fue necesario revisar a los demás, todos estaban muertos, todos ya estaban fríos.
Casi media hora después, después de los múltiples temblores y ataques nerviosos, me encontraba parado a lo que no serían más de cinco metros del camión, mirando al lado contrario y forzando todos los músculos sensibles para no voltear, como si aquella lata de sardinas humanas fuera el polo opuesto del imán de mi atención. Sentía la mente pesada. Me pregunto si en alguna de esas películas mudas hay una escena del desierto. Existe algo inmensamente opresivo para alguien que ya no escucha, más el vacío panorama sólo cortado por una recta línea que era la carretera, creaba un efecto de soledad absoluta. Quise gritar, pero de nada serviría. No tanto por la ausencia de almas dentro del radio posible para el alcance de mis torpes cuerdas vocales, sino porque no me ayudaría en darle un sentido, o un punto real de donde sostener cualquier pensamiento para salir de este lugar. Ni siquiera el silencio, porque el silencio es consecuente del sonido.
Apenas había dos carriles, y ninguna estación en el horizonte. ¿Dónde demonios estaban los autos? Pensé en pensar sobre la causa del incidente, pero la costumbre reacia me negaba buscarle demasiada explicación. Gente organizada pero no minuciosa había asesinado a al menos treinta personas a mitad de una carretera solitaria. A causa de mi primera siesta e inexistente sentido de la orientación, ignoraba hasta que en qué estado de la república me encontraba.
Luego divisé los autos. Esas manchas móviles y difusas me hicieron sentir por un momento como el ratón en una amplia explanada recién divisada la sombra de un ave de rapiña, haciéndose más grande y, por consiguiente, más cerca. Eran patrullas. La incertidumbre me mantuvo plantado hasta que se detuvieron al lado del autobús, eran dos con un par de uniformados en los que alcancé a leer ‘Policía Federal’ y un tercero que iba solo. A diferencia de mí ellos se movieron con precisión, incluso con soltura, y se me acercaron. Uno de ellos, alto, de lentes oscuros, blanco, constitución delgada y cabello corto negro; le susurró algo a su compañero tapándose la boca. Y yo vi, anonadado e irritado, como su compañero más bajo que él y de facciones torpes, se reía. Estos idiotas han de creer que soy un loco quien paró al autobús. –¡Ta-bus! intenté decir señalando a los muertos que desde aquí y por las ventanillas, parecían dormidos. ¿No debería haber más sangre? Tampoco había en el suelo donde creía haber visto como golpeaban a Rubén. En la rápida examinación pude notar que las patrullas eran de la policía municipal, de localidades queretanas, pero los uniformados carecían de referencia estatal.
Notaron mi agitación, y después de una breve contemplación, prosiguieron a acercarse e intentar darme órdenes a través de esos inteligibles labios. Con lo irritado que estas cosas me ponían, el sentimiento de caerse el alma a los pies pues, cayó muy de golpe: el oficial alto había sacado el arma y apuntándome, ordenaba claramente que me dirigiera hacia el autobús. Caminé sin dar pelea. Tenía que voltear constantemente al oficial que no baja la pistola, para cerciorarme que iba en buen camino, cosa que lo molestaba considerablemente, tal vez creyéndome capaz de intentar huir. Me hizo subir las escaleras y pasar al pasillo, los otros dos estaban afuera. Se me señaló que me sentara, y entonces me entró el pánico de verme al lado de Rubén con el mismo agujero de bala en el cráneo, así que me hiperventilé e intenté negarme, pero ya me había acabado su paciencia. Sentí el golpe de la culata en el pómulo derecho, cosa que me aturdió bastante, más pude mantenerme en pie. Al menos hasta que fui sentado a la fuerza. Cuando pude enfocar la vista el oficial alto se sentaba en el asiento del conductor y tenía a mi lado, parado, al tercer policía. –Es una grosería cuando no se cumple un trato. Usted pagó por transporte y será llevado. No queremos problemas ni demandas ¿verdad? Había comunicado esto con un impecable lenguaje de señas, en el cual nunca antes hubiera creído poder captar algún tono de ironía. Bajó del autobús, dejándonos al que me había golpeado y a mí solos. ¿La silla del conductor estaba vacía cuando desperté? Las patrullas se marcharon sin sirenas, y el nuevo conductor encendió el motor. Sin antes cerciorarse por el espejo de que yo permaneciera en mi asiento, emprendió la marcha.

Por la ventanilla se asomaba la caída de la tarde, las nubes tenían un color violáceo y el sol era rojo como la sangre no derramada de la víctimas del asiento. Pero ese paisaje no lo conocía, el vehículo brincaba por camino de empedrado, casas viejas con paredes a la deriva y techos caídos, casas de adobe también abandonadas y  la tierra tan seca como mi garganta que empecé a respirar el polvo que se colaba por las ventanas. Me dio comezón en la nariz luego estornudé con estruendo. Fue entonces que el comisario de percató de que estaba ahí.
Me hizo preguntas que no pude entender, sólo de vez en cuando giraba la cabeza en el que veía los movimientos de sus labios sin tener idea de lo que decía. Como no obtenía respuesta alguna, paró el auto, abrió mi puerta, me sacó a jalonasos.
Cuando lo tuve frente a mí pude leer en sus labios
-¿Qué puto, no vas a responder?
Le hice señas para explicarle que soy sordomudo, el tipo entendió, me esculco los bolsillos, me abrió la puerta, entré sin saber a dónde nos dirigíamos, no había una sola alma en ese pueblo fantasma, ya obscuridad se hizo densa, pero por la luz de la lámpara pude leer “Hostal Doña Silvia” Nos bajamos, una señora amable estaba detrás de un escritorio empolvado.
-Pasen, aquí lo que sobra es el polvo mi comisario. Se avivo la comezón en mi garganta.
No pude ver la cara de él para saber lo que le respondió.
Ella le dio unos periódicos, subimos unas escaleras estrechas y entramos a una habitación de dos camas. El comisario arrojó los periódicos en la mesa igualmente cubierta por polvo de estrellas, se sentó y comenzó a hojearlos, yo me quedé parado observando, me empujo la silla y me puso un periódico en frente, pensaran que soy un pobre sordomudo, pero no soy un analfabeta, mi abuelo me enseñó a leer, esa fue mi herencia y bien sabía valorar lo que podía sentir mi alma al posar mis  ojos en las líneas que me abrían el mundo era como si pudiera oir las palabras que entretejían historias, como si pudiera hablarlas.
Terminé de hojear dos periódicos y nada, en pozos no pasaba nada, hasta que llegue al tercero vi la foto de hombres con frentes perforadas por un balazo, todas las cabezas inclinadas hacia atrás y la foto de un detenido era el primo de Lucía.
Leí la nota:
Un joven llamado Asencio Gonzáles fue capturado como presunto culpable del asesinato del autobús amarillo que llevaba pasajeros que venían de San Luis a Pozos, se le encontró bajando del autobús con una pistola calibre 38 y la camisa salpicada de sangre y una maleta en donde guardaba los trozos de carne y cerebro que brotaban de la gente y una manta que guardaba 7 litros de sangre, a pesar de que no pudo obrar sólo no ha delatado a sus compañeros.
Lucía me había contado que  estaban perdiendo a Asencio Gonzáles que ya siempre se quejaba de que vivir como porllero era arriesgar la propia vida y que la vigilancia cada vez más racista  y sofisticada de Estados Unidos les esta arruinado el negocio, Lucía  no era feliz porque se sentía culpable de la gente que se le moría en el camino pero no quería renunciar a pesar de las patrullas y las cámaras, del frío y el calor de la arena del desierto empolvando sus ojos, de la sed y el sudor, pero Asencio estaba siendo seducido por un negocio que recién le estaban ofreciendo unos tipos misteriosos de Tamaulipas, seguro que Lucía era la clave para conocer la respuesta de porque asesinar a pasajeros de camiones.
¿Y si Lucía no estaba a salvo? ¿Y si mi Lucía no estaba viva? ¿ Y si Lucía estaba involucrada? Viva o muerta, culpable o inocente tenía que encontrar a Lucía.
Pero sólo me  enviaba cartas y ella decía estar bien y  no había mencionado más el asunto de Asencio, si quería saber algo con urgencia tendría que ir a Tamaulipas a verla. Le escribí  todo lo que pensaba al comisario y a la mañana siguiente madrugamos para ir a Tamaulipas.
Llegamos al pequeño departamento donde vivía Lucía, le mostré el periódico así sin saludos previos, esto asunto no era para cordialidades, se llevó la mano a la boca, se dejó caer en una silla como si estuviera indefensa. Se quedó muda por un rato y al fin habló.
-He escuchado en el metro  a estudiantes que dicen que les llegan amenazas de muerte por hablar de la política en México, últimamente Asencio me preguntaba si creía que la vida de los estudiantes era buena o era mala, yo le decía que son la esperanza de un mejor futuro y él me decía que cuando tuvieran trabajo se convertirían en burócratas egoístas y les importaría un carajo la clase baja de donde acaban de salir, yo salía en su defensa diciéndoles que ellos arriesgaban todo lo que tenían su propia vida sólo para expresarse y él me dejaba hablando sola, azotaba la puerta y se emborrachaba.
-¿Entonces  porque están matando a todos los pasajeros si muchos no son estudiantes? Preguntó el comisario.
-Para disimular, para que no se distinga por quien se va sacrifican a todos.
-Vamos a enviarle una carta al presidente para infórmale lo que está pasando en estos estados yo que soy el mero jefe yo mismo se la entrego.
-No sea ingenuo comisario de donde creer que llega ese mandato, ¿Del pinche presidente municipal, del lame huevos  del gobernador, de un politiquillo? No señor viene del espurio presidente.
-¿Y para que quiere la sangre y los restos de sesos Asencio Gonzáles?
-Los sicarios hacen sus rituales.
-¿Entonces qué hacemos? No podemos permitir que se siga muriendo gente inocente
-Si usted quiere hacer algo, haga la revolución pero no piense que alguien va a venir a salvarnos, hágala usted mismo aunque tenga presente que estará condenado a muerte.


 Por Bamboo Espinoza
Carlos Alberto Martínez Medina
Francisco Castellanos
Sandra Basaldúa




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